Thursday, December 23, 2004

Karina, Contexto.

Remembranza...

Sábado 30 de abril. Año 1995.

Cada viernes, recién entré a mi internado, regresaba a mi casa. Aquella que en ese entonces, todavía era mi casa.

Vivíamos en Rincón de San Lorenzo. Mi cuarto era el de arriba, a la izquierda. Con balcón y toda la onda.

Mis padres con un año de divorciados, yo contento porque pude disminuir drásticamente la obligatoriedad de ver a mi madre, excluyendo sus nuevos derechos a un par de horas, sábados y domingos.

En esa ocasión había traído yo un conejo. Un pequeñuelo blanco con un listón azul, ya que no teníamos espacio en el internado para más conejos de los que contemplaba nuestro proyecto de cooperativa. Es increíble, comenzamos en el 95 con diez conejos, y en el 97 era un local con más de 200.

El caso es que tenía al conejo ahí, en el último piso de mi casa en el cuarto que antecedía al patio superior. Ahí vivía mi perra, Candy, una hermosa Samoyedo que acababa de parir tres agradables chicuelos, blancos como la nieve también. Parecían osos polares. Se llamaron (según sus nuevos dueños), Tobarish, Duke y Nieve.

Y a ese piso subíamos Karina y yo a alimentar a los perros. Y a acostarnos en el techo para observar por un ratillo la claridad de la noche, o dejarnos atontar por el candor del sol.

Teníamos 13 años, y toda una vida de ser tan mejores amigos.

El caso es que aquel sábado 30 de septiembre (lo rayé en un muro oculto de la casa, para que no se me olvidara), salí de compras con mi madre a un agradable mercadillo que se ponía en mi colonia. Compré una alcancía en forma de perro, un boxer café con el hocico negro que conservo en conmemoración por esta fecha tan singular.

Y llegamos a la casa, yo con mi alcancía de perro bajo el brazo y cargando unas plantas que mi madre acababa de comprar. Mi madre cruza la puerta, y observa un papel de hoja cuadriculada con mi nombre dibujado en pluma púrpura.

Lo toma, voltea y me dice: “Michel, creo que esto es para ti”.

Y mira que no seré adivino, o al menos no tenía capacidad de premonición en aquel entonces. Pero mi corazón dio un vuelco, y subí a mi habitación. Con la alcancía de perro boxer en mano.

Y leí su carta, la primera carta que recibí de ella. Y no recuerdo bien el sentido ni el orden de las letras (mira que cuando eres adolescente haces muchas idioteces, tales como quemar las cartas que tu recién ex novia te mandó por tanto tiempo) ni tengo en claro el mensaje que leí en aquel día.

El caso es que me asomé por el balcón, y ella estaba ahí, sentada en la acera frente a mi hogar.

Como ya me era costumbre, salté de mi cuarto con todo sigilo para que mi madre no me escuchara, ya sin la alcancía bajo el brazo.

Y le miré. Y me miró.

Y estúpidamente le comenté que no me esperaba yo su tierna declaración. Y le dije que pues estaba medio cañón el asunto, ya que por si no lo había mencionado o ella no lo había notado, yo estaba estudiando en un internado.

Osease, dije no.

Ya ven que es “tan” raro para mí negarme a una nueva relación (sarcasmo para quienes no lo comprendan).

Y ella agachó el rostro, y fue caminando hacia la salida del fraccionamiento. Y yo me puse a pensar: “caray Michel, como que estas haciendo una idiotez”.

La alcancé en el portón de entrada, ella sentada.

Me senté a su lado. Ella con suéter blanco.

Y dije. “Ok, ¿quieres ser mi novia?”. Ella feliz abrazándome.

(suspiros enternecidos por favor)

Y así fue. Me regaló un chicle de un metro, yo le regalé ositos de peluche e incluso un adorno de una rosa de latón que compré con mis primeros pesos en Querétaro.

Así vivimos “de novios” tantos días. Comida con sus abuelos; el fútbol con su papá (siempre quiso un hijo, y sólo obtuvo cuatro hijas, una nieta y una sobrina; a la fecha sin varones); las travesuras con su tío, prefecto de mi dormitorio en aquel internado; su cumpleaños con el pastel de lunetas, y la tranquiza que me metieron por su hermosa afición de burlarse de los “forajidos” de la colonia.

“No se metan con mi novio”, presumía la condenada.

Bastante tiempo después “tronamos”. Regresamos un par de veces, y el truene definitivo me hizo derramar las primeras y muy exclusivas gotas mías de desencanto.

Fue hace cinco años que fui a verla, un 28 de diciembre. Día de los Santos Inocentes, por suerte.

Iván y yo andábamos en bicicleta, cuando propuse que pasáramos a visitarla. Platicamos, la acompañé por algunas cosas a la tienda, y lo soltó: “Michel, estoy embarazada”.

Y no era broma conmemorativa a ese día.

No supe afrontarlo. Creo que ya lo había mencionado antes.

Pero, desde esa fecha hasta este instante no nos hemos visto de nuevo, en tanto tiempo.

De repente la recordé, y con iniciativa esta vez fui yo el que le marqué. Comeremos quizá, y charlaremos.

Que rico eso de tener tanto pasado, me cae que sí.

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